sábado, 18 de junio de 2011

Me, my mum and our sunflower fields

While you're reading...




En la pequeña pero acogedora terraza de mi casa recojo molesta mis piernas en la silla de tela evitando los mosquitos que, atraídos por la débil luz de la lamparita, acuden directos a mi piel. A pesar de ese fastidio, prefiero permanecer en el frescor de la noche, intercalando las teclas con breves ojeadas por encima de la baranda del balcón, observando la calle intacta, paralizada. Los focos que iluminan la piscina acaban de apagarse, y la brisa que durante todo el día se ha mantenido distraída tejiéndome enredos en el pelo con una habilidad admirable—quien además desde hace ya un buen tiempo se ha olvidado del ruido tajante y metálico de las tijeras—se ha amansado hasta caer dormida, instigada por el cansancio y el frenesí del día. Esta mañana, en cambio, conspiraba con las olas del mar aunque este, apasionado también por su parte, acariciaba cariñosamente con sus olas más débiles y cálidas a unas gemelas adorables sentadas en la orilla. Con sus bañadores fucsias y sus dos coletas a los lados miraban el mar con inocencia y sin prudencia, cogidas de la mano. Se miraban y, sin que su corta edad supusiera un obstáculo, entre ellas latía una palpable complicidad. 

No hay nada como caminar sola dejándose llevar por la calma, sintiendo en los pies la humedad fría y rugosa de las olas del mar y las finas gotas que salpican con cada movimiento, mientras los cascos me corean la canción de Corazón de Jarabe de Palo, seguida en el orden por Me gusta cómo eres. Caminando pausadamente y arrebatada por la versatilidad de la masa pesada de olas, aguanto las ganas de cantar y bailar con el ritmo de la música en mis oídos, y en esos momentos soy feliz. Soy feliz observando los detalles de todo aquello que se encuentra al alcance de mis ojos, los cuales registran ávidamente la calle y las expresiones abstraídas de las personas que la transcurren. Soy feliz escribiendo después sobre ello en el tren, donde el suave traqueteo se traduce en la vibración de mis letras sobre el papel. Unas hojas sueltas contienen mis impresiones sobre la belleza de la caída del sol y el crisol de tonos pasteles sobre las nubes vaporosas casi extintas, la viveza del verdor de los extensos campos que se sume en una completa oscuridad silenciosa donde los altos y majestuosos girasoles todos a una agachan con tristeza sus miradas a la orden del grito de la noche, que rompe el silencio de la brisa entre sus frondosas hojas.  Soy feliz cuando mis pestañas rozan el cristal templado de la ventana, cuando ahueco las manos pretendiendo distinguir el límite de las figuras que vuelan fugazmente en mi camino. Cuando la luz ha huido tan lejos que se ha llevado consigo hasta sus más tímidas y sutiles gotas de color, y el reflejo de mis rasgos y de las personas dormitando al fondo son las únicas imágenes que mis ojos son capaces de atrapar y hacer suyas. En los momentos en los que cierro los ojos y dejo de mirar el reloj mientras unas estrambóticas hermanas cantan con sus voces agudas:

I’ll always be by your side, even when you’re down and out…

E irónicamente, desde el primer momento de aquel día en el que mis párpados se despegaron para contemplar mi cuarto atestado de penumbras, mis recién cumplidos 20 años de vida se me abalanzaron con ánimo de defensa como un animal inquieto y desconfiado. Como un día rutinariamente normal, las horas transcurrían como pétalos que planean hasta posarse en el suelo sin alterar nada a su alrededor. La principal diferencia es entonces la necesidad de aquellas personas que más importan, por mucho que mi inconsciente busque con esmero una forma de evadir tal vulnerabilidad, una manera de independencia, de cierta indiferencia. Hasta que todo estalla en una explosión y las lágrimas toman las riendas de qué hacer; ellas me asedian hasta conseguir que mis dedos busquen el número correspondiente al primer nombre que aprendí a pronunciar.  La voz se  me resquebraja como la corteza seca de un árbol que echa de menos el agua insustituible para vivir, para crecer alto y robusto. A mis oídos llega a través del teléfono su tono de sorpresa ante tal llamada, de preocupación ante unas palabras tan sencillas, apenas entendibles a causa de la emoción incontenible. Un te quiero tan fácil de ofrecerle a algunos y en cambio tan difícil de regalarle a ella. 

¿Y si pasara cualquier cosa y no pudiera decirle lo que significa para mí? ¿Y si jamás pudiera saberlo porque no se lo dije? Después no habría vuelta atrás… ¿Lo recuerdas, Cris?

Quizá solo por eso ha merecido la pena cumplir 20 años. Por eso, por cada uno de los mensajes recibidos y cafés compartidos, por esos vídeos en los que aparecen mis amigos alrededor de esa vieja mesa torcida atestada de velitas para cantarme el Cumpleaños Feliz, por soplar las velas de la tarta que, a pesar de los 10 días de retraso, hoy he podido saborear con glotonería en el sofá de mi casa. 


Porque hay veces en las que no todo resulta ser como habíamos pensado… 





1 comentario: