Hay ciertos días en los que somos capaces de ser más conscientes del momento que tenemos la suerte de poder vivir. Días atrás me encontré sentada en un banco, a la sombra a parches de los árboles frente al Alcázar, con un libro abierto en las manos y embelesada por las notas de mis canciones favoritas, esperando. En ese momento me di cuenta de que ese instante no volvería a repetirse jamás. Nunca nos planteamos que los momentos que estamos viviendo no volverán nunca más tal y como nos ocurren. Cuando soy capaz de darme cuenta de ello, ese pensamiento me empuja a valorar más intensamente cada segundo, por concebir su carácter único y perecedero. A menudo al recordar un buen momento de nuestro pasado pensamos en que daríamos cualquier cosa por volver a vivirlo de nuevo. Es por ello por lo que, si sabemos que pudimos vivirlo en aquel momento tal como se merecía, nos queda esa satisfacción tan grata, esa tranquilidad con uno mismo, esa confianza de haber aprovechado nuestro tiempo.
No hay nada seguro en la vida. Lo único que sé es que pienso, que siento, que vivo, que estoy aquí, que lo único de lo que dispongo es del presente. No podemos cambiar el pasado, y el porvenir no sabemos ni cómo será ni hasta dónde llegará. Es bueno tener nuestra visión de futuro, de modo que podamos labrarnos una cierta posterioridad, en especial en esta sociedad en la que vivimos. Pero no hay que olvidar que ese futuro puede quedarse en simples esbozos a lápiz en unos segundos, en cualquier momento. Me gusta tener esta idea en mi mente, no para que esta deprima mi ánimo, sino para conseguir sacarle todo el jugo a la vida.
He llegado a la conclusión de que lo más importante que tengo en mi vida no lo tengo. Lo que me concede una vida feliz es aquello que no se puede poseer. Al fin y al cabo, las relaciones con las personas y las experiencias vividas, los recuerdos, el tiempo, es lo que da sentido. Cada ser humano guarda su propia idea de la felicidad, con sus prioridades más o menos relevantes a ojos de los demás. Pero a todos nos transcurre la vida buscando sentir la tranquilidad de una presencia a nuestro lado con quien compartir el tiempo que se nos ha regalado…
Todo esto me recuerda a la última vez que fui a ver a mis abuelos, hace algo así como tres semanas. Me encanta hablar con mi abuelo. Es una persona admirable y valiente, que transmite un gran sentimiento de serenidad a través de esa mirada tan profunda que le caracteriza, de color azul casi gris. Ambos estamos de acuerdo en que la felicidad se encuentra dentro de cada uno de nosotros. No creo en un estado utópico de felicidad permanente, aunque se ciña a un periodo de tiempo limitado, sino en instantes, en los que nos sentimos llenos por dentro. Para mi abuelo, algo esencial para encontrar la felicidad es estar bien consigo mismo, mantener la certeza de que nadie podrá reprocharle nada porque ni siquiera él mismo puede. Se siente plenamente feliz mientras reposa sentado bajo los árboles de su campo, recibiendo con calma el frescor, o dejándose conquistar por la emoción que te recorre cuando estás enamorado. En esos detalles de la vida son en los que, a mi parecer, reside la felicidad. Y en su fugacidad.
Una de las razones que me hacen admirar tanto a mi abuelo es esa inquietud que lo invade. Su conformismo a la hora de valorar detalles que a mucha gente puedan parecer banales y su inconformismo a la hora de aprender y buscar respuestas. Me encanta que, a pesar de la educación tan dura y humillante que tuvo que soportar, en contra de sus ideales y los de su familia, sea tan valiente de “ir por libre”, como él siempre dice. De no creerse sin razón las ideas de los demás, sino razonar y juzgar por su propio criterio. La mayoría de personas se concentran exclusivamente en seguir los pasos anteriormente marcados por los juicios de quienes ni siquiera llegaron a conocer, sin detenerse a indagar y preguntarse si están de acuerdo o no. Es el camino más fácil. Cada vez observo con mayor claridad la gran cantidad de personas ciegas que ignoran asuntos realmente esenciales, conducidas por las vías del materialismo.
Siempre culpamos a las circunstancias. Es cierto que los acontecimientos nos vienen en la vida, parte de ellos sin que nosotros gocemos el privilegio de influir en su curso. Hay circunstancias muy adversas que nos vienen solas y que son muy difíciles de superar o simplemente sobrellevar. Pero nuestra tranquilidad crece cuando imponemos nuestra decisión para saber que son pruebas, momentos, oportunidades para mejorarnos como personas, para ser fuertes, para alumbrar a los demás, y para aprender. Siempre podremos escoger cómo afrontar las situaciones, qué actitud tomar frente a lo que se presenta, cómo actuar, si bien o mal.
Todo depende del cristal con que se mire. Las circunstancias se nos presentan, muchas veces al margen de nuestra voluntad, pero uno siempre puede elegir. En todo momento del día estamos eligiendo, tomando decisiones desde lo más insignificante hasta lo más fundamental. A causa de la tesitura de que nos vemos obligados a escoger, siempre permanece con nosotros el interrogante sobre si hemos tomado la decisión correcta, y de que si hubiéramos optado por la posibilidad paralela, eso nos hubiera hecho más felices. Y nos centramos en lo que hubiese pasado en vez de valorar lo que tenemos a nuestro lado. Muchas veces nos hace falta perderlo para echar en falta y valorar... Así es nuestra naturaleza.
Por ello, mantengo vivas las ganas de vivir el momento de la mejor manera posible, extrayendo el lado bueno a todo lo que lo permite. Sin desviarme del camino que nos lleva a un futuro de carácter superficialmente planeado pero realmente incierto, tal como se capta una esencia en una fotografía dejo que me traspase la intensidad y lo efímero de cada instante, de cada canción, de cada olor vivo o el olor impregnado en su ropa que llevo puesta mientras escribo, de cada risa y cada lágrima, de cada caricia, cada mirada, cada beso, del calor y la suavidad de su piel, cada latido, de cada palabra cruzada en la madrugada y cada palabra que jamás llegará a pronunciarse...